Mozzarela Bocconcini
No sé si es por el calor o qué hostias, pero esta semana me han vuelto a timar. Y con un truco más viejo que el copón. Voy al supermercado. Anuncian “auténtica mozzarella” y en el cajón se exponen dos marcas: una española con pinta chunga y otra con nombre italiano, el dibujito de la cabeza de una búfala y la leyenda en dos idiomas: “con leche de búfala”. Pocos alimentos tienen una combinación de sabor y textura tan sutil y al mismo tiempo tan sublime como la mozzarella pero -y esto es importante- siempre y cuando estemos hablando de la mozarella de búfala de verdad. Porque el subproducto vacuno suele ser una sustancia chiclopastosa que se utiliza para que las ensaladas y los platos de cocina pseudoitaliana cutre llenen más. No es como el jamón de jabugo y el serrano normal, que cada uno tiene su punto y su ocasión. O como el vino joven y el de reserva. No. La mozarella que no es de búfala es la nada sólida. Plastilina blancuzca sin sentido. Por eso, aunque vale más, escojo sin duda la segunda, la de la marca supuestamente italiana.
Llego a casa y nada más meterme a la boca esa bola indefinida de sinsustancia hecha materia noto el gato por liebre, agarro el paquete y leo los ingredientes indicados en el dorso en letra microscópica: 85% de leche de vaca, cuajo, sorbato potásico, sal, fermentos lácticos y un puto 5% de leche de búfala. Claro, en la portada no mienten, sí que tiene leche de búfala. El viejo truco de aquellas patatas fritas que se anunciaban con alegría como buenas para el corazón porque tenían aceite de oliva y, en realidad, sólo incluían una gota entre el mar de aceites vegetales chungalís en el que se freían. Es cierto, a los responsables de comercializar esta mozzarella de esta manera no podrá acusárseles de mentir directamente, pero sí de inducir a la confusión del consumidor de una forma muy hijadeputa. Y así lo decidió la justicia en el mencionado caso de las patatas fritas haciéndolas retirar del mercado.